La complacencia ciudadana
El país donde no pasa nada
Denise Dresser. Publicado en Diario de Yucatán. 22-oct.2007
Imágenes de la Patria. Vicente Fox y Marta Sahagún abrazados bajo un árbol, presumiendo su rancho. Roberto Madrazo con los brazos en alto, celebrando su triunfo en el maratón de Berlín. Mario Marín en una reunión reciente de la Conago, sonriendo mientras platica con sus contrapartes. Ulises Ruiz de la mano de su esposa, paseando por un hotel de lujo en la playa. Arturo Montiel, en un resort invernal, esquiando de cuesta en cuesta. Emilio Gamboa sentado en la Cámara de Diputados, negociando las reformas a la medida del priismo desde allí. Personajes impunes, progenitores de la desconfianza, númenes de la impunidad, patrones de la trampa, emblemas de la nación, faros de la mentira e íconos de la República. Protagonistas prominentes del país donde no pasa nada.Donde hay muchos escándalos, pero muy pocas sanciones. Donde proliferan las fotografías sugerentes, pero no las investigaciones contundentes. Donde siempre hay corruptos señalados, pero nunca corruptos encarcelados. Y donde todo esto es normal. Los errores, los escándalos y las fallas no son indicio de catástrofe, sino de continuidad. El coyotaje practicado por la primera dama, o la pederastia protegida por un gobernador o la fortuna ilícita acumulada por un candidato presidencial o las negociaciones turbias entre un senador y un empresario no son motivo de alarma, sino de chisme. No son síntoma de un cáncer a punto de metástasis, sino de una urticaria con la cual el país se ha acostumbrado a convivir. La permanencia en el poder público de quienes violan sus reglas más elementales es lo acostumbrado, tolerado, aceptado. Lo que ha sido será y no hay nada nuevo bajo el sol.O sólo la grabación telefónica más reciente o la entrevista incriminatoria más picante. Aquello que se vuelve tópico de mil sobremesas y comidilla en un centenar de cafés. Siempre acompañado de inescapables manifestaciones de indignación e increíbles muestras de sorpresa. Como si nadie hubiera conocido la trayectoria de Roberto Madrazo desde su elección fraudulenta en 1994. Como si nadie hubiera leído hace años los reportajes de Proceso sobre la playa “El Tamarindillo” y el tráfico de influencias —orquestado desde Los Pinos— que revelaron. Como si nadie hubiera oído a Emilio Gamboa decirle a Kamel Nacif sobre una iniciativa que perjudicaba sus intereses: “Va pa'tras papá; esa chi... no pasa en el Senado”. Como si nadie hubiera escuchado las conversaciones grabadas entre Mario Marín y Kamel Nacif. Como si el país entero se hubiera olvidado de ellas. Y eso es precisamente lo que ocurre: primero el escándalo y después el arrumbamiento. Primero el ultraje y después el abandono, la siguiente noticia picosa, la próxima oportunidad para asar a la parrilla a un político infame y luego olvidarse de él.Porque en todos los casos de corrupción en el país donde no pasa nada no importa la evidencia, sino la coyuntura política. La correlación de fuerzas en el Congreso. El calendario electoral. Las negociaciones entre los partidos y sus objetivos de corto plazo. La relación entre el presidente y la oposición que busca acorralarlo. Las conveniencias coyunturales de los actores involucrados. Los intereses de los medios con agenda propia y preferencias políticas particulares. En un contexto así, el combate a la corrupción se vuelve una variable dependiente, residual. No es un fin en sí mismo que se persigue en aras de fortalecer la democracia, sino una moneda de cambio usada por quienes no tienen empacho en corroerla. Las instituciones establecidas se convierten —como diría Louis Mumford— en una sociedad para la prevención del cambio. Hay demasiados intereses en juego, demasiados negocios qué cuidar, demasiados cotos que proteger.Cotos como el que Mario Marín erigió en Puebla y la Suprema Corte ha intentado desentrañar. 1,251 páginas donde la comisión investigadora determina que el arresto de Lydia Cacho “fue una componenda del gobernador con el empresario”. 1,251 páginas que describen de manera detallada cómo las instituciones se pusieron al servicio del gobernador y sus amigos. 40 personas —procuradores, jueces, comandantes, agentes judiciales— involucradas en una conspiración; en un “concierto de autoridades con el objetivo, no de enjuiciar, sino de perjudicar a la periodista” como lo subraya la Foja 1137. Evidencia inequívoca que no puede ser ignorada. O archivada. O eludida como quisiera —por lo visto— hacerlo Diódoro Carrasco, el presidente de la Comisión de Gobernación, cuando afirma que las conclusiones de la Suprema Corte “no son vinculatorias ni para el Ejecutivo ni para el Congreso”. Pero siempre se nos dice que ahora sí, la impunidad terminará. En este sexenio, la Secretaría de la Función Pública —de verdad— actuará. En el gobierno del “México ganador” —de verdad— los juicios políticos ocurrirán. Todos los esfuerzos se encaminan en esa dirección, afirman los vendedores de la inmunidad gubernamental. El gobierno de la República trabaja para ti —anuncian— mientras parece hacerlo siempre para ellos, los mismos de siempre. Los López Portillo, o los Salinas, o los Cabal Peniche, o los Madrazo, o los Montiel, o los Marín, o los Ruiz, o los Gamboa o los Bribiesca Sahagún. Desde hace décadas, el gobierno como la explotación organizada, como la depredación institucionalizada. Así se vive la política en México. Así la aceptan sus habitantes. Así se vuelven cómplices de ella. Mexicanos convertidos en comparsas de una clase política que como sentencia el “Financial Times”, “sigue sirviéndose a sí misma”. Emerson escribió que las instituciones son la sombra alargada de un solo hombre. De ser así, las instituciones confabuladas de México son el reflejo de sus habitantes; de aquellos estacionados cómodamente en el viejo orden de las cosas. Ciudadanos complacientes que contemplan a los corruptos, pero no están dispuestos a pelear para consignarlos. Ciudadanos imaginarios, atraídos por las imágenes de la Patria ennegrecida, pero que no levantan un dedo para limpiarla. O exigir que quienes la gobiernan tengan un mínimo de decencia. O gritar que los mexicanos se merecen más que Marta Sahagún, o Arturo Montiel, o Roberto Madrazo, o Mario Marín o sus facsimiliares a lo largo del país.Algo como lo que hizo Lydia Cacho cuando alzó la voz y comenzó a contagiar la valentía que siempre carga dentro. Por ello recibirá un premio mañana en Nueva York y aprovecho para reiterar cuán orgullosa estoy de ella por los límites que ha empujado. Pero nadie puede enorgullecerse del país que produjo su caso y —hasta la fecha— intenta ofuscarlo. El país donde no pasa nada.— México, D.F.
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