martes, 6 de noviembre de 2007

Razones para la Esperanza

13.- Morir solos, vivir juntos

Lo que más me ha impresionado de la muerte de Paco Martínez Soria ha sido saber que murió solo. Solo, en la inmensidad de la noche, entre las cuatro paredes frías de un apartamento, él que tanto conoció el aplauso, que vivió rodeado de multitudes que le abrazaban cada tarde con sus carcajadas y con esa forma misteriosa de amor que es reírse juntos.
Nunca me ha impresionado eso de que los muertos se «queden solos» -como lloraba Bécquer- en los cementerios. Los cementerios no existen, no cuentan. Lo verdaderamente horrible es morir asfixiado por los muros de cemento de la soledad. Esa soledad que angustiaba tanto a Santiago Rusiñol y que le hacía asegurar que, en esa hora de amargura él llamaría a los cuervos para que le hicieran compañía.
Y esto lo siento muy especialmente en estos días: cuando se cumplen tres años de la hora más alta de mi vida, los últimos momentos que vivió mi padre en esta tierra. Nunca aprendí tanto en tan pocos minutos. Nunca «me viví» tan enteramente. Fue como si, por un momento, alguien me descorriera la cortina que vela los únicos misterios importantes de nuestra condición humana.
Durante muchos años me había angustiado la idea de que los hombres podemos vivir juntos, pero morimos solos. Con Dios cuando más, pero quedándose ya lejos cuanto tuvimos de fraterno.
Y aquella tarde de marzo del 79 -a las ocho y diez exactamente- descubrí cuán injustificado era ese miedo que atenazaba mi corazón ya desde niño. Una hora antes había dicho yo la misa al borde de su lecho. Y él --desde la hermosa orilla de sus noventa y tres años- la había seguido entre ráfagas de ardiente lucidez y fugaces
hundimientos en la oscuridad. Luego llegó, al mismo tiempo que la agonía, la plenitud del amor. Estábamos allí los cuatro hermanos, dos a cada lado de la cama. Y mi padre hubiera querido tener en aquel momento cuatro manos para agarrar las cuatro nuestras. No es que tuviera miedo, es que necesitaba resumir en aquel gesto sin palabras todo el cariño de tantos años incandescentes.
Mi padre era un hombre tímido y muy poco expresivo. Mientras vivió mi madre se replegó a la sombra, como dejándole a ella la exclusividad de demostrar amor. Sólo cuando ella se fue dejó subir su ternura al primer plano, como si tratara de ser a la vez una madre y un padre. Luego, al envejecer, se fue afilando su ternura, multiplicándose, porque en esa recuperada infancia se dobla o se triplica lo que fuimos de hombres.
Y ahora -a las ocho y cinco de aquella tarde de marzo- era como si temiera que el amor no hubiera quedado suficientemente claro. Por eso, ya sin palabras y entre estertores, sus ojos -lo único ya que le quedaba vivo- desfilaban, uno por uno, por los rostros de sus cuatro hijos; iban y venían del uno al otro, con una misteriosa mezcla del que pide socorro y mendiga amor.
No le hizo falta llamar a los cuervos, porque no estaba solo. Los cuatro allí moríamos con él y él vivía en nosotros, puesto que su muerte estaba multiplicando nuestras cuatro vidas. ¿Se puede, entonces, morir juntos cuando se ha vivido juntos?
Nunca he tenido mucho miedo a la muerte. Y esto no sólo por- que tengo fe, sino también porque me he acostumbrado a vivir con ella en casa. Sé que ella anda en zapatillas por mis habitaciones, amiga y compañera, ya no amenaza, sino acicate. Y su recuerdo sólo me sirve para darme más prisa a vivir.
Recuerdo ahora aquel encuentro de Rilke con Rodin. El joven poeta había acudido a visitar al genial escultor, y no para preguntarle por el arte y todas esas paparruchas, sino para hacerle la pregunta decisiva: «¿Cómo hay que vivir?» Rodin le contestó con una sola palabra: «Trabajando.» Y esa palabra iluminó a Rilke, que, muchos años más tarde, comentaría- «Lo comprendí muy bien. Siento que trabajar es vivir sin morir.»
Tal vez yo habría dicho «amando» en lugar de «trabajando». Pero ¿acaso trabajar no es un modo de amar? Lo sé: los que están vivos es decir, los que aman y trabajan- no se mueren nunca. Sólo se mueren los que ya están muertos.
Así se ha ido curando en parte mi miedo a la muerte solitaria. ¿Acaso estoy solo ahora, cuando escribo este artículo? ¿Acaso no estáis aquí vosotros, posibles o soñados lectores míos? Lo sé- el verdadero secreto de la soledad es que no existe. Si es verdadera soledad está llena y acompañadísima. Si está sola y vacía no es soledad, sino simple muerte y aburrimiento.
No, no compartiré jamás las visiones que los románticos tenían de la soledad. Me duele como una blasfemia aquella afirmación de Schopenhaucr, para quien la soledad tenía dos ventajas: que uno está en ella consigo mismo y que, además, no está con los demás. Y si fuera cierto aquello que escribiera Ruckert de que «las águilas vuelan solas, los cuervos en bandadas», estad bien seguros de que yo preferiría ser cuervo antes que águila altanera y estúpida.
Prefiero la afirmación del Génesis: «No es bueno que el hombre esté solo.» Y es bueno que, cuando esté solo, esté latiendo, vibrando, tendiendo sus manos de moribundo hacia todos sus hijos, buscando ojos que te miren -y en los que mirarse, porque sólo existimos en tanto en cuanto que latimos «en» otros.
Y ya no me preocupa ignorar si la muerte alcanzó a Paco Martínez Soria en la ignorancia del sueño. Porque sé que al apoyar su cabeza en la almohada, al acostarse, tuvo que sentir los aplausos y las carcajadas de todos los que con él habían compartido tantas horas felices. Sé que, incluso en sus sueños último y penúltimo -mientras la muerte, en zapatillas, se acercaba a su cama-, volvió a sentirse en el teatro, en el escenario, arropado de amor y de risas, seguro de que podía estar muerto, pero solo jamás.