domingo, 21 de octubre de 2007

José Luis Martin Descalzo: El miedo no construye, perfil del Caníbal Mexicano

39.- Los muebles ensabanados. Tomado del Libro Razones para La Esperanza de José Luis Martín Descalzo.

¿Se acuerdan ustedes de aquella obra de teatro de Grabam Greene que se titulaba El cuarto de estar, en la que todos los personajes vivían aterrados por el miedo a la muerte y, lo que es peor, también por el pánico a la vida? El anciano y tullido de espíritu, padre Jaime Browne, y las no menos viejas solteronas Elena y Teresa, sus hermanas, no tienen otras pasiones que ese miedo a morir y esa fuga de todo lo que pueda significar vida o amor. Y han creado una casa que es ya hija de ese doble miedo: con el paso de los años han ido muriendo sus padres, sus otros hermanos, y los supervivientes han ido cerrando habitaciones. En todo cuarto, en el que alguien muere, que- da para siempre cerrada con llave y cerrojos la puerta y cuidadosa- mente cubiertos de sábanas los muebles. La muerte va así conquistando la casa, piso a piso, cuarto a cuarto, como en una guerra cuerpo a cuerpo. Los que siguen vivos se van viendo arrinconados, expulsa- dos de sus pisos. Viven, en el momento en que Greene sitúa su obra, en pocas y absurdas habitaciones, mientras el resto de la gigantesca morada, que tuvo varios pisos, es ya sólo un inmenso guardamuebles, vacío y habitado sólo por el espantoso fantasma de la deshuesada.
Aquel escenario que Greene dibujaba -y en el que los muebles no encajan, porque se nota que han sido traídos de otras habitaciones y en el que la sala de estar conectaba directamente con un absurdo retrete- me pareció, hace muchos años, cuando vi la obra, el símbolo visible de montones de almas, de toda esa gente que tiene zonas enormes de su vida sin habitar y cuyos corazones no son otra cosa que roperos de muebles ensabanados.
Porque yo conozco a muchas personas que, con el paso de los años, se van recortando y cercenando el corazón.
Tuvieron un día esperanzas de llegar a ser algo en sus vidas, pero, tras los primeros fracasos, se replegaron hacia la amargura, dejaron que cicatrizara su decepción y clausuraren su depósito de esperanzas, como si ya jamás pudiera sacarse de él otra cosa que polvo. Sintieron después algo parecido al amor, se volcaron quizá hacia un hombre o hacia una mujer. Luego fracasó ese amor porque fueron rechazados o, lo que es peor, porque, tras el matrimonio, descubrieron que ese amor era menos apasionante de lo que ellos soñaron. Y nuevamente cerraron en su alma el piso del amor. Cubrieron con sábanas todo lo que pudiera significar una nueva ilusión y se sometieron a esa tristísima filosofía de los que piensan que, para no sufrir, no hay que amar, ya que se sufre siempre cuando se pierden las cosas queridas.
Más tarde esas personas cerraron el piso de sus amistades, después el piso del alma desde el que trabajaban; fueron así, lentamente, suicidándose, cercenándose rebanadas de alma, replegándose a las pocas habitaciones de su egoísmo, a los desvanes de su miedo.
Me impresionan esas almas, lo mismo que las casas deshabitadas hace años- las telarañas han comido los rincones, el polvo ha logrado penetrar bajo las sábanas, que daban a los muebles aspectos fantasmales; ya sólo falta que vengan las lluvias y los vientos y se lleven jirones de ventanas, para que la casa toda comience a oler a cementerio. Hay almas así, demasiadas; almas que, al abrirse, lanzan en torno suyo ese olor a moho de los armarios que nadie abrió durante años.
Esas almas no sólo es que se suiciden, es que matan las ilusiones de quienes se les acercan. En la obra de Greene ocurría algo terrible: a la casa de esos tres solterones, que creen que aman a Dios porque no aman a nadie de este mundo, llega un día Rosa, la sobrina peca- dora que vive una turbulenta pasión por un hombre casado. Llega esta muchacha para pedir ayuda. Y esos tres solterones se asustan no tanto del pecado de su sobrina, sino, sobre todo, de que sea el suyo un pecado de amor, algo que no puede encajar en aquella casa de muerte y de muertos. Y Rosa, abandonada por los purísimos, acabará suicidándose en aquella única habitación que queda a los aterrados, que tendrían también que cerrar, para huir del recuerdo de la muerte allí ocurrida, de ese único cuarto de vivir en el que hasta ahora ¿vivían? ¿O simplemente se disecaban?
Sólo el suicidio de Rosa abrirá los ojos de esos tres muertos vivientes. Descubrirán que los muertos matan, que quienes viven sin amor, además de suicidarse, son venenosos para los demás. Porque no se puede, vivir en una casa de muertos y rodeados de seres que andan, se mueven, comen y hablan, pero tienen las almas disecadas.
El miedo no construye, fue la gran lección que yo aprendí en aquella obra. Es preferible equivocarse a disecarse. Es preferible el error a esa fuga permanente de todo lo que esté vivo. No Se puede vivir esquivando la vida para poder esquivar mejor el dolor. El día que un alma se convierte en una casa en la que todas las esperanzas se han cerrado con llave, en la que la sonrisa se ha visto engualdrapada, en la que las manos se usan no ya para estrechar, sino para defenderse, en la que todo lo que la juventud ofreció no es ya otra cosa que una colección de muebles cubiertos de sábanas, ojalá quede al menos un poco de humildad para pedir a Dios que venga pronto.
¿O tal vez ... ? Sí, tal vez sea mejor decir que ojalá quede todavía ese último resquicio de lucidez que nos descubra que lo mismo que al olmo machadiano «herido por el rayo» pudo brotarle, a pesar de estar seco, una ramita verde, también podría aún, entre los muebles ensabanados, brotar «algún milagro de la primaveras.


El Caníbal es un sociópata, depresivo y dependiente, revelan estudios periciales
Por: Israel Yáñez G.
Ciudad
Viernes 19 de Octubre de 2007 Hora de publicación: 00:33

Peritaje. Rodolfo Rojo delineó el perfil sicológico del Canibal de la Guerrero. Foto: Daniel Duarte

El 6 de enero de 1975 fue crucial en la vida de José Luis Calva Zepeda, pues a sus seis años descubrió abruptamente quiénes eran los Reyes Magos, al sorprender a su madre y su hermana mayor en los momentos en que dejaban los juguetes para celebrar la fecha.Para reprenderlo por su atrevimiento, su madre Elia Zepeda lo golpeó y amenazó para que no fuera a decirle nada a sus hermanos, además de romper en su presencia el juguete que le correspondía, como castigo a su falta.Sin embargo, el haberse quedado sin su regalo lo orilló a escapar de su casa, para trabajar como bolero y con el dinero que ganó se compró un juguete similar al que su madre le había roto. Más tarde, cuando regresó a casa, la progenitora se dio cuenta que traía consigo un nuevo juguete, y comenzó a cuestionarle la procedencia, cuando el niño le confesó como lo obtuvo, la mujer montó en cólera y lo golpeó, para después destruir el camioncito que había comprado con su trabajo como lustrabotas; éste fue el inicio de su personalidad de sociópata, revela Rodolfo Rojo, director de la coordinación de Servicios Periciales de la Procuraduría capitalina.De acuerdo con los exámenes periciales sobre el perfil criminológico de Calva Zepeda es un sociópata en potencia, depresivo y dependiente, que no tolera la ausencia de sus seres queridos, posesivo y con tendencias al suicidio, con un coeficiente intelectual elevado, aunque nada excepcional con respecto a las demás personas.La ausencia de la figura paterna, aunado a que fue un niño extremadamente maltratado se convirtieron en los elementos esenciales para forjar su personalidad como asesino.Otro de los acontecimientos que marcaron su existencia, fue el haber abandonado su hogar desde muy niño, resentido por las agresiones sufridas por su madre, por lo cual se independiza y busca un sostén económico como bolero, entre otros oficios de los cuales no da detalles.

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