viernes, 31 de agosto de 2007

Inteligencia Emocional Y Confucio

Educar los sentimientos

He sabido que cada año, sólo en Francia, se fugan de sus
casas cien mil adolescentes, y cincuenta mil intentan
suicidarse. Los estragos de las drogas —blandas, duras,
naturales o de diseño— son conocidos y lamentados por
todos. Parece como si las conductas adictivas fueran
casi el único refugio a la desolación de muchos jóvenes.
La gente mueve la cabeza horrorizada y piensa que casi
nada se puede hacer, que son los signos de los tiempos,
un destino inexorable y ciego.

Sin embargo, se pueden hacer muchas cosas. Y una de
ellas, muy importante, es educar mejor los sentimientos.
El sentimiento no tiene por qué ser un sentimentalismo
vaporoso, blandengue y azucarado. El sentimiento es una
poderosa realidad humana, que es preciso educar, pues no
en vano los sentimientos son los que con más fuerza
habitualmente nos impulsan a actuar.

Los sentimientos nos acompañan siempre, atemperándonos o
destemplándonos. Aparecen siempre en el origen de
nuestro actuar, en forma de deseos, ilusiones,
esperanzas o temores. Nos acompañan luego durante
nuestros actos, produciendo placer, disgusto, diversión
o aburrimiento. Y surgen también cuando los hemos
concluido, haciendo que nos invadan sentimientos de
tristeza, satisfacción, ánimo, remordimiento o angustia.


Sin embargo, este asunto, de vital importancia en
educación, en muchos casos abandonado a su suerte. La
confusa impresión de que los sentimientos son una
realidad innata, inexorable, oscura, misteriosa,
irracional y ajena a nuestro control, ha provocado un
considerable desinterés por su educación. Pero la
realidad es que los sentimientos son influenciables,
moldeables, y si la familia y la escuela no empeñan en
ello, será el entorno social quien se encargue de
hacerlo.

Todos contamos con la posibilidad de conducir en
bastante grado los sentimientos propios o los ajenos.
Con ello cuenta quien trata de enamorar a una persona, o
de convencerle de algo, o de venderle cualquier cosa.
Desde muy pequeños, aprendimos a controlar nuestras
emociones y a también un poco las de los demás. El
marketing, la publicidad, la retórica, siempre han
buscado cambiar los sentimientos del oyente. Todo esto
lo sabemos, y aún así seguimos pensando muchas veces que
los sentimientos difícilmente pueden educarse. Y decimos
que las personas son tímidas o desvergonzadas, generosas
o envidiosas, depresivas o exaltadas, cariñosas o frías,
optimistas o pesimistas, como si fuera algo que responde
casi sólo a una inexorable naturaleza.

Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una
componente innata, cuyo alcance resulta difícil de
precisar. Pero sabemos también la importancia de la
primera educación infantil, del fuerte influjo de la
familia, de la escuela, de la cultura en que se vive.
Las disposiciones sentimentales pueden modelarse
bastante. Hay malos y buenos sentimientos, y los
sentimientos favorecen unas acciones y entorpecen otras,
y por tanto favorecen o entorpecen una vida digna,
iluminada por una guía moral, coherente con un proyecto
personal que nos engrandece. La envidia, el egoísmo, la
agresividad, la crueldad, la desidia, son ciertamente
carencias de virtud, pero también son carencias de una
adecuada educación de los correspondientes sentimientos,
y son carencias que quebrantan notablemente las
posibilidades de una vida feliz.

Educar los sentimientos es algo importante, seguramente
más que enseñar matemáticas o inglés. ¿Quién se ocupa de
hacerlo? Es triste ver tantas vidas arruinadas por la
carcoma silenciosa e implacable de la mezquindad
afectiva. La pregunta es ¿a qué modelo sentimental
debemos aspirar? ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y
después educar y educarse en él? Es un asunto
importante, cercano, estimulante y complejo.



Conocimiento propio

Tales de Mileto, aquel pensador de la antigua Grecia que
es considerado como el primer filósofo conocido de todos
los tiempos, escribió hace 2.600 años que la cosa más
difícil del mundo es conocernos a nosotros mismos, y la
más fácil hablar mal de los demás.

Y en el templo de Delfos podía leerse aquella famosa
inscripción socrática —gnosei seauton: conócete a ti
mismo—, que recuerda una idea parecida.

Conocerse bien a uno mismo representa un primer e
importante paso para lograr ser artífice de la propia
vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto
para el hombre a lo largo de los siglos.

Conviene preguntarse con cierta frecuencia (y buscando
la objetividad): ¿cómo es mi carácter? Porque es
sorprendente lo beneficiados que resultamos en los
juicios que hacen nuestros propios ojos. Casi siempre
somos absueltos en el tribunal de nuestro propio
corazón, aplicando la ley de nuestros puntos de vista,
dejando la exigencia para los demás. Incluso en los
errores más evidentes encontramos fácilmente multitud de
atenuantes, de eximentes, de disculpas, de
justificaciones.

Si somos así, y parecemos ciegos para nuestros propios
defectos, ¿cómo se puede mejorar? Mejoraremos procurando
conocernos. Mejoraremos escuchando de buen grado la
crítica constructiva que nos vayan haciendo con
cualquier ocasión. Pero a eso se aprende sólo cuando uno
es capaz de decirse a sí mismo las cosas, cuando es
capaz de cantarle las verdades a uno mismo. Procura
conocer cuáles son tus defectos dominantes. Procura
sujetar esa pasión desordenada que sobresale de entre
las demás, pues así es más fácil después vencer las
restantes.

Para uno, su vicio capital será la búsqueda permanente
de la comodidad, porque huye del trabajo con verdadero
terror; para otro, quizá su mal genio o su amor propio
exagerado, o su testarudez; para un tercero, a lo mejor
su principal problema es la superficialidad o la
frivolidad de sus planteamientos. Piénsalo. Cada uno de
tus defectos es un foco de deterioro de tu carácter. Si
no los vences a tiempo, si no les pones coto, te puede
salir mal la partida de la vida.

Quizá lo que hace más delicada la formación del carácter
es precisamente el hecho de que se trata de una tarea
que requiere años, decenas de años. Ésa es su principal
dificultad.

Toth comparaba este trabajo a la formación de un cristal
a partir de una disolución saturada que se va desecando.
Las moléculas van ordenándose lentamente conforme a unas
misteriosas leyes, en un proceso que puede durar horas,
meses, o muchos años. Los cristales se van haciendo cada
vez mayores y constituyendo formas geométricas
perfectas, según su naturaleza..., siempre que, claro
está, ningún agente externo estorbe la marcha de ese
lento y delicado proceso de cristalización. Porque un
estorbo puede hacer que acabe, en vez de en un magnífico
cristal, en una simple agregación de pequeños cristales
contrahechos.

Puede ser ése el principal error de muchos jóvenes, o
quizá de sus padres. Pensar que aquellos reiterados
estorbos en el camino de la delicada cristalización de
su espíritu eran algo sin importancia. Y cuando
advirtieron que habían cuajado en un carácter torcido y
contrahecho, poco remedio quedaba ya.

¿Hay entonces en el carácter cosas que no tienen
remedio? Siempre estamos a tiempo de reconducir
cualquier situación. Ninguna, por terrible que fuera,
determina un callejón sin salida. Pero no debe ignorarse
que hay tropiezos que dejan huella, que suponen todo un
trecho equivocado cuesta abajo que hay que desandar
penosamente.

Piensa en esas malas costumbres, en esa terquedad que
cuando eras niño resultaba graciosa y ahora se ha vuelto
más espinosa y más dura. Piensa en cómo dominas tu
genio, en cómo soportas la contrariedad. Piensa si no
eres un cardo. Porque cardos surgen en todas las almas y
es cuestión de saber eliminarlos cuando aún están
tiernos. Esa solicitud y esa lucha continua es la
educación.

Procura ver las cosas buenas de los demás, que siempre
hay. Y cuando veas defectos, o algo que te parece a ti
que son defectos, piensa si no los hay —esos mismos—
también en tu vida. Porque a veces vemos:


a un quejica que se queja de que los demás se quejan;

a un charlatán agotador que protesta porque otro habla
demasiado;

a uno que es muy individualista en el fútbol y luego se
queja de que no le pasan el balón;

que recrimina agriamente los errores a sus compañeros y
luego resulta que él falla más que nadie;

al típico personaje irascible que se rasga las
vestiduras ante el mal genio de los demás.

¿Por qué? Quizá sea efectivamente porque —no se sabe en
virtud de qué misteriosa tendencia— proyectamos en los
demás nuestros propios defectos.

El conocimiento propio también es muy útil para aprender
a tratar a los demás. Hay, por ejemplo, padres
impacientes a quienes con frecuencia se les escuchan
frases como "le he dicho a esta criatura por lo menos
cuarenta veces que..., y no hay manera". Y cabría
preguntarse: bien, pero ¿y tú? ¿No te sucede a ti que te
has propuesto también cuarenta veces muchas cosas que
luego nunca logras hacer?

¿No podemos entonces exigir nada a los hijos porque
nosotros somos peor que ellos...? No, por supuesto. Pero
cuando alguien es consciente de sus propios defectos, la
tarea de educar se ve muchas veces como una tarea que
tiene bastante de compañerismo. Y se celebra el triunfo
del otro y se sabe disculpar y disimular la derrota,
porque se confía en que le llegarán también tiempos de
victoria. Por eso no viene mal tener en la cabeza
nuestros fallos y nuestros errores a la hora de
corregir, para saber conjugar bien la exigencia con la
comprensión.



Sentimientos de insatisfacción

Se dice que los dinosaurios se extinguieron porque
evolucionaron por un camino equivocado: mucho cuerpo y
poco cerebro, grandes músculos y poco conocimiento.

Algo parecido amenaza al hombre que desarrolla en exceso
su atención hacia el éxito material, mientras su cabeza
y su corazón quedan cada vez más vacíos y anquilosados.
Quizá gozan de un alto nivel de vida, poseen notables
cualidades, y todo parece apuntar a que deberían
sentirse muy dichosos; sin embargo, cuando se ahonda en
sus verdaderos sentimientos, con frecuencia se descubre
que se sienten profundamente insatisfechos. Y la primera
paradoja es que ellos mismos muchas veces no saben
explicar bien por qué motivo.

En algunos casos, esa insatisfacción proviene de una
dinámica de consumo poco moderado. Llega un momento en
que comprueban que el afán por poseer y disfrutar cada
día de más cosas sólo se aplaca fugazmente con su logro,
y ven cómo de inmediato se presentan nuevas
insatisfacciones ante tantas otras cosas que aún no se
poseen. Es una especie de tiranía (que ciertas modas y
usos sociales facilitan que uno mismo se imponga), y
hace falta una buena dosis de sabiduría de la vida para
no caer en esa trampa (o para salir de ella), y evitarse
así mucho sufrimiento inútil.

En otras personas, la insatisfacción proviene de la
mezquindad de su corazón. Aunque a veces les cueste
reconocerlo, se sienten avergonzadas de la vida que
llevan, y si profundizan un poco en su interior,
descubren muchas cosas que les hacen sentirse a disgusto
consigo mismas (y eso les lleva con frecuencia a
maltratar a los demás, por aquello de que quien la tiene
tomada consigo mismo, la acaba tomando con los demás).

En cambio, quien ha sabido seguir un camino de honradez
y de verdad, desoyendo las mil justificaciones que
siempre parecen encubrir cualquier claudicación (“lo
hace todo el mundo”, “se trata sólo de una pequeña
concesión excepcional”, “no hago daño a nadie”, etc.),
quien logra mantener la rectitud y rechazar esas
justificaciones, se sentirá habitualmente satisfecho,
porque no hay nada más ingrato que convivir con uno
mismo cuando se es un ser mezquino.

Otras veces, la insatisfacción se debe a algún
sentimiento de inferioridad. Otras, tiene su origen en
la incapacidad para lograr dominarse a uno mismo, como
sucede a esas personas que son arrolladas por sus
propios impulsos de cólera o agresividad, por la
inmoderación en la comida o la bebida, etc., y después,
una vez recobrado el control, se asombran, se
arrepienten y sienten un profundo rechazo de sí mismas.

También las manías son una fuente de sentimientos de
insatisfacción. Si se deja que arraiguen, pueden llegar
a convertirse en auténticas fijaciones que dificultan
llevar una vida psicológicamente sana. Además, si no se
es capaz de afrontarlas y superarlas, con el tiempo
tienden a extenderse y multiplicarse.

Algo parecido podría decirse de las personas que viven
dominadas por sentimientos relacionados con la soledad,
de los que suele costar bastante salir, unas veces por
una actitud orgullosa (que les impide afrontar el
aislamiento que padecen y se resisten a aceptar que
estén realmente solas), otras porque no saben adónde
acudir para ampliar su entorno de amistades, y otras
porque les falta talento para relacionarse.

Incluso personas con una intensa vida social también
pueden sentirse a veces muy solas e insatisfechas: quizá
porque su exuberante actividad puede ser superficial y
encubrir una soledad mal resuelta; o porque sus
contactos y relaciones pueden estar mantenidos casi
exclusivamente por interés; o porque son personas de
fama o de éxito, y perciben ese trato social como poco
personal, o como adulación; etc. Y también puede suceder
lo contrario, y una soledad puede ser sólo aparente: hay
personas que creen importar poco a los demás, y un buen
día sufren algo más extraordinario y se sorprenden de la
cantidad de personas que les ofrecen su ayuda (la
satisfacción que sienten entonces da una idea de la
importancia de estar cerca de quien pasa por un momento
de mayor dificultad).

En cualquier caso, saber de dónde provienen los
sentimientos de insatisfacción es decisivo para
abordarlos con acierto y así gobernar con eficacia la
propia vida afectiva.

Repertorio emocional

Para establecer una relación positiva con los demás, y
poder así decirse las cosas de forma fluida y sin
acritud, es preciso cultivar toda una serie de
capacidades destinadas a combatir la negatividad y a
establecer una relación no defensiva con los demás.

El principal obstáculo es que probablemente en nuestro
interior tenemos grabadas unas respuestas emocionales
negativas que no es fácil cambiar de la noche a la
mañana. Por eso hemos de poner esfuerzo en
familiarizarnos con respuestas emocionales más
positivas, de modo que, con el tiempo, las vayamos
evocando de forma más natural y espontánea, en la medida
que las incorporemos más a nuestro repertorio emocional.
Algunos ejemplos de esas capacidades emocionales pueden
ser los siguientes:

Tranquilizarse a uno mismo, pues al enfadamos perdemos
bastante de nuestra capacidad de escuchar, pensar y
hablar con claridad, y la excitación del enfado tiende a
generar un enfado mayor si uno no se da un tiempo muerto
hasta lograr tranquilizarse.

Desintoxicarse de pensamientos negativos hipercríticos,
que suelen ser los principales desencadenantes de
conflictos. Cuando logramos darnos cuenta de que nos
embargan pensamientos de ese tipo, y nos decidimos a
hacerles frente, el problema suele estar ya casi
resuelto.

Escuchar y hablar de modo que nuestras palabras no
despierten la defensividad del interlocutor, es decir,
que no las perciba como críticas u hostiles. De modo
análogo, hemos de esforzarnos en escuchar a los demás
sin interpretar como un ataque lo que quizá es una
simple queja o una observación bienintencionada.

Detectar temas, momentos o situaciones de
hipersensibilidad. Si observamos una actitud de
defensividad en una determinada persona, será una
manifestación clara de que el tema que se está tratando
reviste importancia para ella (y que por tanto conviene
andarse con especial tacto), o que en ese momento está
alterada por algo, o que hay alguna razón por la que
nuestra relación con esa persona se ha dañado, en poco o
en mucho. Por ejemplo, si observamos que le ha
contrariado que interrumpamos una explicación suya,
podemos terciar, sin acritud, diciendo: "perdona, que te
he interrumpido; di lo que ibas a decir".

Centrarse en los temas, sin enredarse en detalles nimios
o en cuestiones colaterales que entorpecen el diálogo.

No derivar hacia el ataque personal. Siempre es mejor,
por ejemplo, decir un "me ha molestado que llegues tarde
y no me hayas avisado", que soltar un "eres un
desconsiderado y un egoísta".

Disculparnos cuando advirtamos que nos hemos equivocado,
y asumir con sencillez la responsabilidad que nos
corresponda por nuestros errores.

Procurar reflejar el estado emocional del interlocutor.
Si, por ejemplo, alguien nos expresa una queja o una
preocupación que le cuesta manifestar, hemos de procurar
reflejar que nos hacemos cargo de lo que siente en ese
momento.

Ser generosos en el reconocimiento de los méritos de los
demás, y no escamotear, cuando sea oportuno, los elogios
razonables que destaquen y alaben explícitamente las
cualidades del otro.

Control de la preocupación

Por lo general, la espiral de la preocupación, y con
ella, la de la ansiedad, entorpece de tal modo el
funcionamiento intelectual que pueden llegar a disminuir
seriamente su rendimiento personal.

Bastantes estudiantes, por ejemplo, son muy proclives a
preocuparse y caer en estados de ansiedad, y esto afecta
negativamente a sus resultados académicos.

Mientras, a otros, el estado de preocupación, por
ejemplo ante un examen, estimula su intensidad en el
estudio, y gracias a eso logran un rendimiento mucho
mayor.

Ésa es la cuestión que conviene analizar: por qué a unos
les estimula y a otros les paraliza.

Según unos amplios estudios realizados por Richard
Alpert, la diferencia entre unos y otros está en la
forma de abordar esa sensación de inquietud que les
invade ante la inminencia de un examen. A unos, la misma
excitación y el interés por hacer bien el examen les
lleva a prepararse y a estudiar con más seriedad; en
otros casos, sin embargo, cuando se trata de personas
ansiosas, sus pensamientos negativos (del estilo de «no
seré capaz de aprobar», «se me dan mal este tipo de
exámenes», «no sirvo para las matemáticas», etc.)
sabotean sus esfuerzos, y la excitación interfiere con
el discurso mental necesario para el estudio y enturbia
después su claridad también durante la realización del
examen.

Las preocupaciones que tiene una persona mientras hace
un examen reducen los recursos mentales disponibles para
hacerlo bien. En ese sentido, si estamos demasiado
preocupados por suspender, dispondremos de mucha menos
atención para discurrir sobre lo que nos han preguntado
y expresar una respuesta adecuada. Es así como las
preocupaciones acaban convirtiéndose en profecías
autocumplidas que conducen al fracaso.

En cambio, quienes controlan sus emociones pueden
utilizar esa ansiedad anticipatoria —ante la cercanía de
un examen, o de dar una conferencia, o de acudir a una
entrevista importante— para motivarse a sí mismos,
prepararse adecuadamente y, en consecuencia, hacerlo
mejor.

Se trata de encontrar un punto medio —volvemos aquí de
nuevo a la necesidad de un equilibrio— entre la ansiedad
y la apatía, pues el exceso de ansiedad lastra el
esfuerzo por hacerlo bien, pero la ausencia completa de
ansiedad —en el sentido de indolencia, se entiende—
genera apatía y desmotivación.

Por eso, un cierto entusiasmo —incluso algo de euforia
en algunas ocasiones— resulta muy positivo en la mayoría
de las tareas humanas, sobre todo para las de tipo más
creativo. Pero cuando la euforia crece demasiado o se
descontrola, se convierte en un estado en el que la
agitación socava toda capacidad de pensar de un modo lo
suficientemente coherente como para que las ideas fluyan
con acierto y realismo.

Los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de
pensar con flexibilidad y sensatez ante cuestiones
complejas, y hacen más fácil encontrar soluciones a los
problemas, tanto de tipo especulativo como de relaciones
humanas. Por eso, una forma de ayudar a alguien a
abordar con acierto sus problemas es procurar que se
sienta alegre y optimista. Las personas bienhumoradas
gozan de una predisposición que les lleva a pensar de
una forma más abierta y positiva, y gracias a eso poseen
una capacidad de tomar decisiones notablemente mejor.

Los estados de ánimo negativos, en cambio, sesgan
nuestros recuerdos en una dirección negativa, haciendo
más probable que nos retiremos hacia decisiones más
apocadas, temerosas y suspicaces.

Empatía

Es la hora del recreo en la guardería y un grupo de
niños está corriendo por el patio. Varios tropiezan, y
uno de ellos se hace daño en una rodilla y comienza a
llorar. Todos los demás siguen con sus juegos, sin
prestarle atención..., excepto Roger.

Roger se detiene junto a él, le observa, espera a que se
calme un poco, y después se agacha, frota con la mano su
propia rodilla y comenta, con un tono comprensivo y
conciliador: "¡vaya, yo también me he hecho daño!"

Esta escena es observada por un equipo investigador que
dirigen Tomas Hatch y Howard Gardner, en una escuela
norteamericana.

Al parecer, Roger tiene una extraordinaria habilidad
para reconocer los sentimientos de sus compañeros de
guardería y para establecer un contacto rápido y amable
con ellos. Fue el único que se dio cuenta del estado y
el sufrimiento de su compañero, y también fue el único
que trató de consolarle, aunque sólo pudiera ofrecerle
su propio dolor: un gesto que denota una habilidad
especial para las relaciones humanas y que, en el caso
de un preescolar, augura la presencia de un conjunto de
talentos que irán floreciendo a lo largo de su vida.

Al término de su estudio sobre el comportamiento
infantil en la escuela, estos investigadores propusieron
una serie de habilidades que reflejan el talento social
de una persona:

Capacidad de liderazgo, es decir, de movilizar y
coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Es una
capacidad que se apunta ya en el patio del colegio,
cuando en el recreo surge un niño o una niña —siempre
los hay— que decide a qué jugarán, y cómo; y que pronto
acaba siendo reconocido por todos como líder del grupo.

Capacidad de negociar soluciones, o sea, de mediar entre
las personas para evitar la aparición de conflictos o
para solucionar los ya existentes. Son los niños
—también los hay siempre— que suelen resolver las
pequeñas disputas que se producen en el patio de recreo.


Capacidad de establecer conexiones personales, esto es,
de dominar el sutil arte de las relaciones humanas que
requieren la amistad, el amor o el trabajo en equipo. Es
la habilidad que acabamos de señalar en Roger: son esos
niños que saben llevarse bien con todos, que saben
reconocer el estado emocional de los demás, y que suelen
ser por ello muy queridos por sus compañeros.

Capacidad de análisis social, es decir, de detectar e
intuir los sentimientos, motivos e intereses de las
personas. Son los niños que desde muy pronto se sitúan
sobre cómo son los demás compañeros o profesores, y
demuestran una intuición muy notable.

El conjunto de esas habilidades —que, insistimos, son al
tiempo innatas y adquiridas— constituye la materia prima
de la inteligencia interpersonal, y es el ingrediente
fundamental del encanto, del éxito social y del carisma
personal. Habilidades que reportan una indudable ventaja
en la vida familiar, en la amistad, en el mundo laboral
o en muchos otros ámbitos de la existencia.

Como ha señalado Daniel Goleman, esas personas
socialmente inteligentes saben controlar la expresión de
sus emociones, conectan más fácilmente con los demás,
captan enseguida sus reacciones y sentimientos, y
gracias a eso pueden reconducir o resolver los
conflictos que aparecen siempre en cualquier interacción
humana. Muchos son también líderes naturales, que saben
expresar los sentimientos colectivos latentes y guiar a
un grupo hacia el logro de sus objetivos. Son, en
cualquier caso, el tipo de personas con quienes a los
demás les gusta estar porque hacen siempre aportaciones
constructivas y transmiten buen humor y sentido
positivo.

Capacidad de demorar la gratificación

En la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo
desde la Universidad de Stanford una investigación con
preescolares de cuatro años de edad, a los que planteaba
un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré
dentro de veinte minutos. Si quieres, puedes tomarte
esta chocolatina, pero si esperas a que yo vuelva, te
daré dos.»

Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para los
chicos de esa edad. Se planteaba en ellos un fuerte
debate interior: la lucha entre el impulso a tomarse la
chocolatina y el deseo de contenerse para lograr más
adelante un objetivo mejor.

Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol,
entre la gratificación y su demora. Una lucha de
indudable trascendencia en la vida de cualquier persona,
pues no puede olvidarse que tal vez no hay habilidad
psicológica más esencial que la capacidad de resistir el
impulso. Resistir el impulso es el fundamento de
cualquier tipo de autocontrol emocional, puesto que toda
emoción supone un deseo de actuar, y es evidente que no
siempre ese deseo será oportuno.

El caso es que Walter Mischel llevó a cabo su estudio, y
efectuó un seguimiento de esos mismos chicos durante más
de quince años.

En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos
tercios de esos niños de cuatro años de edad fueron
capaces de esperar lo que seguramente les pareció una
eternidad, hasta que volvió el experimentador. Pero
otros, más impulsivos, se abalanzaron sobre la
chocolatina a los pocos segundos de quedarse solos en la
habitación.

Además de comprobar lo diferente que era entre unos y
otros la capacidad de demorar la gratificación y, por
tanto, el autocontrol emocional, una de las cosas que
más llamó la atención al equipo de experimentadores fue
el modo en que aquellos chicos soportaron la espera:
volverse para no ver la chocolatina, cantar o jugar para
entretenerse, o incluso intentar dormirse.

Pero lo más sorprendente vino unos cuantos años después,
cuando pudieron comprobar que la mayor parte de los
chicos y chicas que en su infancia habían logrado
resistir aquella espera, luego en su adolescencia eran
notablemente más emprendedores, equilibrados y
sociables.

Aquel estudio comparativo revelaba que —en términos de
conjunto— quienes en su momento superaron la prueba de
la chocolatina fueron luego, diez o doce años después,
personas mucho menos proclives a desmoralizarse, más
resistentes a la frustración, y más decididos y
constantes.

Como es natural, no es que el futuro esté ya
predeterminado para cada persona desde su nacimiento,
entre otras cosas porque no puede olvidarse que a los
cuatro años se ha recibido ya mucha educación. Hay, sin
duda, toda una herencia genética, un temperamento innato
que influye bastante, pero no es ése el factor
principal. Un niño de cuatro años puede haber aprendido
a ser obediente o desobediente, disciplinado o
caprichoso, ordenado o desordenado, como bien puede
atestiguar, por ejemplo, cualquier padre o madre de
familia, o cualquier persona que trabaje en un
preescolar.

Es indudable que el tipo de educación que había recibido
cada uno de esos chicos influyó sin duda decisivamente
en el resultado de aquella prueba de las chocolatinas.
Por eso, más que alentar oscuros determinismos ya
cerrados desde la infancia, o viejas tesis conductistas,
lo que aquella investigación vino a resaltar es cómo las
aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia
suelen florecer más adelante, en la adolescencia o en la
vida adulta, dando lugar a un amplio abanico de
capacidades emocionales: la capacidad de controlar los
impulsos y demorar la gratificación, aprendida con
naturalidad desde la primera infancia, constituye una
facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como
para ser una persona honrada o tener buenos amigos.

Es cierto que, en aquella prueba de las chocolatinas,
habría sido quizá más acertado proponer una prueba que
destacara esa capacidad de demorar la gratificación de
un modo más positivo, menos material. En todo caso,
sirve para mostrar cómo los chicos de cuatro años poseen
ya importantes capacidades emocionales (como percibir la
conveniencia de reprimir un impulso, o saber desviar su
atención de la tentación presente), y que educarles en
esas capacidades será de gran ayuda para su desarrollo
futuro.

La capacidad de resistir los impulsos, demorando o
eludiendo una gratificación para alcanzar otras metas
—ya sea aprobar un examen, levantar una empresa o
mantener unos principios éticos—, constituye una parte
esencial del gobierno de uno mismo. Y todo lo que en la
tarea de educación —o de autoeducación— pueda hacerse
por estimular esa capacidad será de una gran
trascendencia.

Frases de Confucio...

Cuando veas a un hombre bueno, trata de imitarlo;
cuando veas a un hombre malo, examínate a ti mismo.
Lo que quiere el sabio lo busca en sí mismo; el vulgo,
lo busca en los demás.
Perdónaselo todo a quien nada se perdona a sí mismo.
El hombre que al llegar a los cuarenta no se ha dado a
conocer no es digno de que se le mire con respeto
El hombre superior piensa siempre en la virtud; el
hombre vulgar piensa en la comodidad
La virtud nunca se queda sola: aquel que la posee
tendrá vecinos
Saber lo que es justo y no hacerlo es la peor de las
cobardías
En un país bien gobernado debe inspirar verguenza la
pobreza. En un país mal gobernado debe inspirar
verguenza la riqueza
Lo que más se necesita para aprender es un espíritu
humilde
Mejor que el hombre que sabe lo que es justo es el
hombre que ama lo justo.
Los defectos de un hombre se adecuan siempre a su tipo
de mente. Observa sus defectos y conocerás sus
virtudes.
Aprender sin reflexionar es malgastar la energía
Yo no procuro conocer las preguntas; procuro conocer
las respuestas.
Aprende a vivir y sabrás morir bien.
El hombre que ha cometido un error y no lo corrige
comete otro error mayor.
Entristécete no porque los hombres no te conozcan,
sino porque tú no conoces a los hombres.
Un erudito que no sea serio no inspirará respeto, y
su sabiduría, por lo tanto, carecerá de estabilidad
Los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como
huéspedes y se quedan como amos.
Quien volviendo a hacer el camino viejo aprende el
nuevo, puede considerarse un maestro.
Un caballero se avergüenza de que sus palabras sean
mejores que sus actos.
Exígete mucho a ti mismo y espera poco de los demás.
Así te ahorrarás disgustos.
La naturaleza hace que los hombres nos parezcamos unos
a otros y nos juntemos; la educación hace que seamos
diferentes y que nos alejemos.
Donde hay educación no hay distinción de clases.
Debes tener siempre fría la cabeza, caliente el
corazón y larga la mano.
No debes quejarte de la nieve en el tejado de tu
vecino cuando también cubre el umbral de tu casa.
Si ya sabes lo que tienes que hacer y no lo haces
entonces estás peor que antes.
Aprender sin pensar es inútil. Pensar sin aprender,
peligroso.
El mal no está en tener faltas, sino en no tratar de
enmendarlas.
Es posible conseguir algo luego de tres horas de
pelea, pero es seguro que se podrá conseguir con
apenas tres palabras impregnadas de afecto.
Cada cosa tiene su belleza, pero no todos pueden
verla.
El hombre superior es persistente en el camino cierto
y no sólo persistente.
Oír o leer sin reflexionar es una ocupación inútil.
La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que
hay en el mundo.
Se puede quitar a un general su ejército, pero no a un
hombre su voluntad
.
¿Uno que no sepa gobernarse a sí mismo, cómo sabrá
gobernar a los demás?.
Gobernar es rectificar.
Saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo
que no se sabe; he aquí el verdadero saber.
Lo que quiere el sabio, lo busca en sí mismo; el
vulgo, lo busca en los demás.
Sólo los sabios más excelentes, y los necios más
acabados, son incomprensibles.
Trabaja en impedir delitos para no necesitar castigos.

Cuando veáis a un hombre sabio, pensad en igualar sus
virtudes. Cuando veáis un hombre desprovisto de
virtud, examinaos vosotros mismos.
Un hombre de virtuosas palabras no es siempre un
hombre virtuoso.
Un hombre sin virtud no puede morar mucho tiempo en la
adversidad, ni tampoco en la felicidad; pero el hombre
virtuoso descansa en la virtud, y el hombre sabio la
ambiciona.
Sólo el virtuoso es competente para amar u odiar a los
hombres.
La virtud no habita en la soledad: debe tener vecinos.

El lenguaje artificioso y la conducta aduladora rara
vez acompañan a la virtud.
Sin no conoces todavía la vida, ¿cómo puede ser
posible conocer la muerte?
Los hombres se distinguen menos por sus cualidades
naturales que por la cultura que ellos mismos se
proporcionan. Los únicos que no cambian son los sabios
de primer orden y los completamente idiotas.
La naturaleza humana es buena y la maldad es
esencialmente antinatural.
El tipo más noble de hombre tiene una mente amplia y
sin prejuicios. El hombre inferior es prejuiciado y
carece de una mente amplia.
Una casa será fuerte e indestructible cuando esté
sostenida por estas cuatro columnas: padre valiente,
madre prudente, hijo obediente, hermano complaciente.
Estudia el pasado si quieres pronosticar el futuro.
Es más fácil apoderarse del comandante en jefe de un ejército que despojar a un miserable de su libertad

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